martes, 16 de marzo de 2010

El sueño de las aguas desbordadas

Con este mismo título ha publicado Pedro A. González Moreno el día 15 de marzo de 2010 esta literaria y espléndida reflexión en el diario LANZA de Ciudad Real. La fotografía es de Aníbal de la Beldad, cronista del sueño, relata el meandro del Guadiana cerca de La Puebla.

Se cumplió por fin en La Mancha el sueño de los ríos. Se cumplió con la errática pero implacable periodicidad de los ciclos naturales, que no faltan jamás a su cita. Se desataron todos los elementos y el sueño de las aguas desbordadas inundó la llanura, para devolver a La Mancha una estampa de inviernos muy antiguos que no figuraban ni en las páginas de los más viejos calendarios. Entre la maldición bíblica de la sequía y la maldición cíclica de los diluvios estacionales, la lluvia se hizo real en la llanura como para demostrar que el milagro sigue siendo posible todavía.


Y gracias a ese milagro, en las Tablas de Daimiel se apagaron las hogueras humeantes de las turbas, bogaron otra vez las barcas, y los tarayes volvieron a peinar sus ramas sobre el espejo del agua. Y aunque los Ojos del Guadiana aún continuaban sin manar en Villarrubia, las esquilmadas cavernas interiores del suelo manchego comenzaron a rugir y a saciar su sed, después de tantas décadas de sobreexplotación y de sequía.

El mágico y desmemoriado Guadiana recordó su curso y, exhibiendo su musculatura fluvial, volvió a dar saltos de trapecista en Ruidera, donde las lagunas recobraron el ruido de su nombre, que fue siempre el ruido de la vida. El viejo padre Guadiana, con sus ojos todavía cegados, se ensanchó hasta las ruinas de Calatrava la Vieja, cuyas murallas en otro tiempo le pertenecieron; y cansado de ser un río mendigo, se convirtió otra vez en príncipe de los prodigios, y mostró la inmensidad de su poder, que no conoce límites ni sobre la tierra ni por debajo de ella.

Río prestidigitador y siempre caprichoso, el Guadiana no sólo volvió a estallar en Ruidera con rumor de cascadas, y no sólo se sumergió de nuevo antes de devolver a las islas de las Tablas su condición de islas verdaderas; también llegó a invertir su curso desafiando todas las leyes fluviales, después extendió su corriente hasta los arcos del puente Viejo de Alarcos y, mucho más hacia el oeste, incluso se atrevió a desbordarse, distraídamente, en los perezosos meandros que traza antes de llegar a Puebla de Don Rodrigo.
Algunos, que durante tantos años sufrieron la ausencia y la nostalgia de este río, salieron a ver el espectáculo y, aguas abajo, se pusieron a rastrear su curso, sólo por el placer de contemplarlo, o tal vez para comprobar si era cierto el prodigio. Fue uno de esos vigías permanentes de los ríos manchegos, Aníbal de la Beldad, quien me lo contó una tarde. Piedrabuenero de una estirpe que creció a orillas del Bullaque, y buen conocedor de todos nuestros espacios naturales, Aníbal de la Beldad fue uno de los que, arrastrado por esa nostalgia o por esa fascinación, decidió acompañar al Guadiana hasta su desembocadura, en un viaje que, paradójicamente, tenía mucho de regreso ritual a los orígenes.

Pero más acá, donde el Guadiana es joven todavía, vimos un extraño paisaje de socavones y hundimientos, causados por la circulación subterránea del agua en las profundidades del acuífero. Igual que le ocurrió al Azuer o al Guadiana en Daimiel, o al Cigüela en Alcázar, la tierra, hueca y reblandecida, abrió sus fauces sedientas para tragarse los ríos. Y esos socavones, abiertos como respiraderos del infierno, parecían pozos naturales que nos recordaron la vergüenza de esos otros pozos -legales o ilegales- que habían sido excavados por la mano del hombre.

Vimos los olivares y las quinterías y las viñas inundadas, y también otras inundaciones más ocultas, pero no menos insólitas, como la cueva del Cerro de la Encantada, que se llenó de agua como para reivindicar, en el corazón del Campo de Calatrava, su primitiva función de aljibe. Y despeñándose por la Atalaya calzadeña, vimos escorrentías que rasgaron las laderas y dejaron en ellas tallado el violento arañazo de sus cárcavas.

Llovió vallejianamente como nunca y los pantanos, igual que juguetes hechos a la medida de los hombres, fueron incapaces de albergar un diluvio que parecía hecho a la medida de los dioses. Y desde los embalses de Peñarroya o El Vicario, desde Vallehermoso, el Fresneda y el Jabalón, o incluso desde la titánica presa de la Torre de Abraham, se precipitaron torrentes que los cauces, olvidados ya de su costumbre, no pudieron absorber.

Los menesterosos afluentes del Guadiana despertaron de pronto y pudimos asistir, sobrecogidos, al espectáculo de un Jabalón indómito que en Granátula inundaba la ermita de la Virgen de Zuqueca y cubría los restos de su necrópolis; o que más allá, bajo el puente de Ballesteros, rugía con un fragor de aguas bravas.

El Azuer vio cumplido su sueño de anegar Manzanares y de llegar hasta los cimientos de las casas de Daimiel. El Záncara recuperó la memoria perdida de su caudal, el Cigüela volvió a cubrir, milagrosamente, los cuarenta ojos del puente de Villarta, y hasta el Tirteafuera vio que, a su paso por Argamasilla, se levantaban diques para contener sus crecidas. Y al poderoso Bullaque lo vimos creciendo y desbordándose, con delirios de un mar represado, en la Torre de Abraham; y más tarde, en su desembocadura, lo vimos poniendo cerco a las calles rampantes de Luciana.

Vimos un tumulto de arroyos que recuperaron, de golpe, su identidad perdida, y que vieron también hacerse realidad su sueño de aguas desbordadas: el Alhambra, que inundó las tierras rojas del Campo de Montiel; el Pellejero, que despertó, tras quince años de letargo, para anegar los campos de Torralba, o el arroyo Sequillo, que convirtió Calzada en un pueblo sitiado por el agua.

Fue la canción antigua de los ríos, el sueño de los cauces desbordados. Fue el grito ancestral de la naturaleza, ese grito que después la Administración y la prensa reducen a frías estadísticas, a un inventario de muertos, o a una enumeración de daños para la declaración de zonas catastróficas. Pero la naturaleza carece de conciencia y de piedad, no comprende el lenguaje de los regadíos, ni el de las promesas electorales, ni el de las atrocidades urbanísticas. La naturaleza se limita a fluir, igual que los ríos, y como ellos sólo pretende encontrar unos cauces que le fueron, en algunos casos, usurpados.

Esquilmamos la naturaleza y acotamos con vallas o con muros unos territorios que sólo a ella le pertenecen. Construimos diques para represarla y luego nos asombramos ante las embestidas de su poder telúrico, que algunas veces parecen adquirir el color de la venganza. Edificamos en las riberas de los ríos y luego nos lamentamos de que las casas se inunden. Actuamos como la peor fuerza erosiva de la tierra, y después nos resultan incomprensibles y crueles las catástrofes naturales, que nos sitúan ante el espejo de nuestras miserias, de nuestra impotencia y nuestra pequeñez. Y sin embargo, a pesar de nosotros, la naturaleza, como los ríos, sigue su curso, bella o devastadora, pero indiferente siempre, ajena a nuestros intereses y a nuestros sentimientos.

Entre la maldición y el milagro, las aguas volvieron a adquirir en La Mancha las tres dimensiones del asombro: discurrieron, se desbordaron y saltaron en una danza cíclica y lujuriosa, tal vez irrepetible ya para nosotros. Pero esa pavorosa exhibición de la naturaleza tenía también una cierta fragilidad de espejismo.

Se cumplió el sueño de los ríos; pero los sueños, incluso los más hermosos, son fugaces. Y que ese sueño se convierta en una realidad duradera, no sólo depende de la generosidad de los dioses, sino también – y en mayor medida- de la voluntad de los hombres.

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