jueves, 11 de junio de 2015

Nicolás del Hierro Socio de Honor en Toledo


Con Nicolás en Toledo

Texto para el acto  de nombramiento de Nicolás del Hierro como Socio de Honor de la BRCM  30 / 03 / 2015



Quiero que sepan que estoy aquí, en la justicia de este acto, porque soy paisano, pero fundamentalmente amigo de Nicolás del Hierro. Una amistad que se ha ido fortaleciendo con el tiempo y que surgió a principios de los años 90 nacida de la bonhomía de su persona, de la sinceridad de su palabra y de una sabia voluntad poética como pocas. Lo que mi persona haya llegado a ser en el mundo aparte que es la poesía española se lo debo a él. Por eso hablo, en primera persona, de la justicia de este acto, del nombramiento como Socio de honor que le dedica la Biblioteca de Castilla-La Mancha, como podría hablar de otros muchos que se han ido produciendo y producidrán en nuestra geografía alrededor de su persona y obra. Porque la personalidad literaria de Nicolás del Hierro contagia su amor por los libros, arrastra las voluntades hacia la literatura, crea la atmósfera precisa para respirar la palabra, sus aromas.

Y luego está la calidad de su persona, el carácter que eligió el destino para él. En el tablero de dislocadas fichas que es la vida, Nicolás ha sido, es, un hombre indefenso porque ha vivido sin corazas protectoras, sin salvaguardas, ha sido y es un hombre de aire limpio, un hombre claro que mira a los demás desde su misma altura. Sí, porque más allá del narrador, más allá del poeta, está el soñador, el iluso lo llama él en un memorable poema que pienso y necesito leerles al final. Un creador que ha fiado su obra a la búsqueda de la armonía entre los hombres como respuesta a tantas preguntas. Una armonía que nazca del respeto a sí mismo y al otro, del restablecimiento de la justicia.

Sus poemas, sus relatos, aparecen dispuestos alrededor de un eje común: el hombre como necesidad, el hombre como individuo frente a los hombres, el hombre en busca de concilio, consigo mismo, con los otros y con la Naturaleza, el hombre sin jactancia, el hombre humilde que jamás se humilla, el hombre consciente de su parvedad y su grandeza. Y siempre, ante sus ojos la tremenda contradicción entre lo existente y el anhelo, entre lo posible y lo deseable, en ese puzzle irresoluble que forman en la conciencia de los hombres la tentación del egoísmo y la necesidad de la esperanza.

Poeta a pie de obra, buscador siempre de lo verde entre lo rojo, como diría Góngora, Nicolás ha ido construyendo, como bien sabéis, una obra consistente, una obra contenida en los alrededores de 20 libros: versos, relatos o novelas. Desde aquel Profecías de la guerra de 1962 hasta Una ventana abierta que se ha presentado en este mismo 2015. Son 53 años de dedicación, que bien justifican este honor que hoy se añade. Son 53 años de una obra teñida por un hálito horaciano, por un aroma que sólo en ocasiones es alegre, porque las más suele crecer sobre los desolados campos que los combates de la vida dejan tras de nosotros. Nicolás es un paciente observador que anota y mide.

Es el caso que, siendo todos necesarios, hay entre los autores que llenan estos anaqueles que nos circundan modelos de todos tipo, y de entre ellos, Nicolás pertenece, se lo he oído decir en ocasiones, a los que necesitan que la realidad les acaricie o les golpee para que surja la provocación de escribir. Le he escuchado decir que no es un escritor en exceso imaginativo, y que sus historias nacen de lo que ocurre en sus alrededores. En su última producción, Una ventana abierta, así lo confirma. El poeta, el narrador crece sobre las imágenes vividas que el recuerdo o el presente ponen sobre la mesa, sobre todo aquellas que cincelan el amor o el deseo de hermandad. O la ternura que le provoca lo débil, lo vulnerable. Y sobre ellas sufre y fabula, lo hace para transformarlas, para dotarlas de significado, para hacerlas puras a través de un lenguaje domeñado, para convertirlas en literatura por y para la vida. Y al servicio de los demás. 

Ahora y aquí es el momento de decir que Nicolás del Hierro es mi paisano, piedrabuenero de afán y pregón, lugar en donde se le quiere, honra y respeta, lugar que ha creado un premio con su nombre que lleva 17 convocatorias, y que ha servido tanto para descubrir poetas jóvenes como para confirmar la trayectoria de otros grandes. (Mª Luisa Mora – Mª Antonia Ricas) Es aquella tierra volcánicamente negra, que bien conozco, la que le nutre; son las aguas del río Bullaque, que bien conozco, las que le prestan su murmullo, su canción para el verso; es la brisa que llega desde el castillo de Miraflores, que bien conozco, la que orea y aventa la sonora claridad de su verbo. Y son el rumor de cereal en mayo y el sol que nada más salir busca su mirada los que le escriben.

Allí, en Piedrabuena, levantó dos casas, allí tiene cautiva la voluntad de su pecho. Yo sé que todos lo sabéis, porque él nunca lo ha ocultado, pero yo tengo la placentera obligación de proclamarlo, de decíroslo en esta entrañable ocasión, porque en su obra encontraréis el color asfaltado del mundo urbano que lo acogió desde los 20 años, pero hallaréis a raudales historias que hablan de la ruralidad de su origen, un origen labrador, de tierra adentro. La calle, el abuelo, las prontas pérdidas, padre y madre, que tanto marcaron el camino de su infancia, los objetos, los días y sus costumbres, los barbechos esperando, la semilla de la guerra… -recuerden que es hijo de una generación nacida a flor de bala- están escritas en su tinta. Este niño, dijo su madre clavando decidida su mirada en los ojos del padre, no será del campo. Y esa voluntad materna de salvarle de la rutina, de los afanes nobles, pero trabajosos, para entregárnoslo al mundo del espíritu, de la belleza, ha sido una bendición para todos nosotros.

No quiere decir mucho más de alguien a quien considero mi hermano mayor vital, mi hermano mayor poético, sino lamentar los años en que, conociendo su poesía, me faltaba su contacto de conversación, de compromiso, de abrazo. Cuando esto se consiguió, a principios de los 90, puedo decir que se abrieron para mí no solamente ventanas, sino grandes puertas. Porque eso es lo que consiguen las personas que pasan por la vida dando, las que saben incorporar a las demás al camino.

Y ahora, permítanme que elija este momento para leer su poema “Retrato”, poema con el que cierra su recopilación poética El color de la tinta (Vitruvio 2012), unos versos que tanto dicen de él, aunque esté escrito en tercera persona.

Porque tenía el alma rota,
crecía en la razón de su esperanza:
amaba en el silencio.

Amaba como aquel
que da migas de paz a los gorriones
o se despierta al alba y sale al campo
para mojar su sed en el rocío.

Era un ser como un árbol,
alguien que se aferraba a su interior
como el silencio al fondo de las simas,

simas en donde ni los ojos
ni las manos ni el grito de los hombres
quiebran la oscuridad, aquellas donde
ni las huellas de nadie, ni la tinta,
dejaran sus señales a la Historia.

Le tenían por loco,
iluso, cándido...
pero era un ángel libre,
que consumió sus horas escribiendo
sobre la perfección de los humanos.

Yo sé, para terminar, que he aprovechado el acto como ocasión para manifestar una realidad muy importante para mí. Porque es necesario no perderse. Y por decirlo en palabras de nuestro gran Eladio Cabañero en su poema “El andamio”, aquí no se trata de pasarse de torpes o de listos sino de amarrar bien, con fuerza, los amarillos puños del esparto, los recrecidos lazos del afecto, los que ligan, los que pueden salvarnos. Yo sé que he aprovechado la ocasión para decirles esto: que me ha hecho feliz el honor que se le concede, que estoy feliz por estar acompañándolo, que durante tantos años siempre he encontrado momentos felices en la hondura y la calidad de su poesía y persona. Que soy feliz porque Nicolás del Hierro es mi amigo. Nada más.      



Francisco Caro